El resto de las cepas, que escuchó la historia con bastante atención, intentaban que el sol no atravesara su espesa capa vegetal, de manera que Hipólito se quedara al resguardo de éste.
No fue hasta casi la hora de comer cuando los padres de Hipólito encontraron al pequeño bajo el manto de estas viejas cepas. El niño se abrazó a sus padres, y estos un poco asustados, no llegaron a comprender como había ocurrido este pequeño incidente, que aunque no fue más que un susto menor, podía haber tenido consecuencias mayores para un niño de 6 años expuesto a rayos de sol de mediodía y temperaturas cercanas a los 40º C.
Una vez Hipólito se mostró con fuerzas, les contó a sus padres cómo paseando por las viñas oyó voces y vió a las ramas moverse. Éstos pensaron que, fruto de la imaginación y la exposición solar excesiva, el niño deliraba, pero él insistió y no pasó más que de la anécdota.
Pero para Hipólito, no fue una anécdota más, él siguió acompañando a sus padres a visitar las bodegas, pero siempre daba un paseo por las viñas. En invierno las vió con sus desnudas ramas, cubiertas de nieve, en primavera observó sus ‘lloros’, vió como crecían sus hojas, como la flor perfumaba a principios de verano los campos.
En verano pasaba directamente a mirar como los granos de los racimos engordaban para enverar posteriormente y esperar a finales del período estival para observar como se seleccionaban los racimos que iban a ser destinados a la vendimia. Le gustaba el color ocre del otoño, el paisaje se tornaba de un color marrón rojizo y las puestas del sol en el viñedo fueron marcándole la infancia y adolescencia.
Su padre, con esfuerzo e ilusión, después de muchos años compró una pequeña parcela con viñas viejas, en la que Hipólito, ya todo un hombrecito depositó todo lo que la observación de las cepas y sus estudios de ingeniería agrónoma le habían enseñado. Empezó a cuidar estas viñas como si se tratase de su familia.
Las podaba, les aportaba agua cuando lo necesitaban, las limpiaba de hierbas, les quitaba la sombra y los insectos que podían dañarla y siempre conseguía una perfecta armonía en sus frutos. El padre de Hipólito soñaba con hacer un vino propio y quién mejor para proporcionarle el fruto más perfecto que necesitaba que su hijo.
Con el tiempo Hipólito fue un prestigioso viticultor, pero un viticultor de alquiler, pues era demandado por las grandes familias de bodegueros para ser asesoradas, por quién en su infancia fue protegido y marcado por las plantas que luego han dirigido su vida, las viñas, y todo gracias a un paseo que él mismo decidió tomar.
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